Relato realizado durante el Taller Literario dirigido por Aina Tur, en el Cercle Artístic de Ciutadella de Menorca. Invierno 2014.
Razón de ser: Consistía en la creación de un relato a partir de este cuadro de Edward Hopper, aplicando para ello la estructura de «Eveline» de James Joyce.
Despreciablemente Bella
Caroline miraba el fondo de su taza de café. Negro y ardiente como a ella le gusta. A su alrededor podía ver como la cafetería se iba vaciando poco a poco. Cuando hubo entrado en el local, justo después de descubrir al otro lado de la calle aquello que había venido a buscar, todavía pudo cruzarse con grupos de amigos que se citaban ahí a la salida de las clases. En parte los envidiaba. Se habría cambiado por cualquiera de ellos.
Verlos riendo despreocupadamente sentados ante la barra, le hizo recordar los tiempos de estudiante, en aquellos inspiradores años veinte, cuando su sueño era convertirse en enfermera y casarse con un apuesto médico. De esa forma habría tenido la vida que sus padres siempre desearon para ella: una casita con jardín, un marido atento y bien posicionado, una cocina llena de electrodomésticos… En aquellos tiempos el mundo le parecía un lugar inmenso, cargado de unas posibilidades infinitas y centenares de distintos caminos a escoger.
Un agradable olor a pan tostado despertó su apetito. No había tenido ocasión de comer nada en todo el día, tan concentrada en el objetivo que se había propuesto, pero ahora importaba muy poco. Sabía que a esa hora debería estar en casa haciéndoles la cena a sus queridos niños. En realidad ellos eran inocentes y carecían de culpa alguna. Cerró los ojos y le pidió a Dios que llegase un día en que pudiesen comprender sus razones.
Una camarera, ataviada con un uniforme azul, se acercó hasta su mesa.
-¿Más café?
Caroline se sorprendió a sí misma respondiendo con rudeza. No era habitual en ella, aunque la pobre señora debía estar acostumbrada a las groserías, porque se giró sin inmutarse. Cuando se dio la vuelta vio que llevaba el pelo recogido con un lápiz que hacía las veces de horquilla: La misma manía que tuvo siempre su amiga Irene.
Precisamente, otra de las opciones que barajó durante un tiempo fue hacerse maestra de escuela como ella; como Irene.
–Caroline, te tengo que presentar al nuevo colega de mi hermano, ¡es tan guapo!.
Recordaba aquellas palabras como si su compañera las hubiese pronunciado ayer, tras aquella sonrisa pícara que se le dibujaba al hablarle de aquel estudiante de derecho tan simpático y atractivo.
–Es perfecto para ti.
Irene insistió un tiempo, y cuando a Caroline se le acabaron las excusas tuvo que aceptar la propuesta de su amiga, así que se encontraron una tarde los cuatro. En cuanto lo vio, supo que no era el médico o el intelectual con el que ella siempre había soñado, pero no le cabía la menor duda de que lo adoraría toda su vida.
Buscó el pañuelo de algodón en el bolsillo de la chaqueta. Secó las gotas de sudor que resbalaban por su frente. Se sentía un poco alterada y de repente se arrepintió de no haber elegido una bebida descafeinada. Bajo esas circunstancias, lo último que necesitaba era cargar sus nervios todavía más.
Había amado mucho a su marido. Quizá demasiado ¿es posible amar demasiado? Posiblemente si hubiese aprendido a ser más independiente con sus sentimientos, más fría, más cerebral; el devastador descubrimiento del otro día habría carecido de importancia y ahora ella estaría tranquilamente en su casa, siguiendo con la felicidad y con la existencia apacible que sin duda se merecía.
La camarera se apoyó tras la barra y encendió un cigarro. Quedaba poca gente en el local y podía permitirse perfectamente ese descanso. Caroline estuvo tentada de acercarse para pedirle una copa, pero se lo pensó mejor. Nunca le había sentado bien el alcohol. El jueves intentó olvidar todo lo ocurrido con una exagerada dosis de ginebra, pero lo único que consiguió fue quedarse dormida en el sofá y despertarse horas después con un intenso dolor de cabeza, sin poder quitarse la imagen de su marido rodeado de otras mujeres. Aquello se había convertido en una auténtica tortura.
Por desgracia, todas aquellas sospechas no habían sido producto de su imaginación. Era difícil de asumir, pero en ese mismo instante, mientras ella ponía patas arriba el sentido de la vida frente a su taza de café. Robert, la persona a quien había amado hasta la extenuación, estaba compartiendo confidencias con una rubia asquerosa. Una mujer despreciablemente bella.
En el fondo de su corazón, cuando, una hora atrás cruzaba la avenida Amsterdam, todavía confiaba en que todo hubiese sido provocado por una serie de malentendidos. Casi se había convencido de que seguramente existía una razón completamente plausible para explicar las pequeñas evidencias que ella había ido encontrando, pero en cuanto fue testigo de aquella escena, su mundo se desmoronó.
Levantó la vista y aunque ya había anochecido podía ver, a través del ventanal, el cartel luminoso del restaurante de enfrente. Una de sus letras parpadeaba perezosa, dando a entender que se trataba de una suerte de antro barato y poco elegante. Un lugar perfecto para una cita furtiva.
Caroline llegó a albergar la esperanza de que, aquello que ella interpretase como carmín, en realidad hubieran sido manchas de mermelada en su camisa, o que la marca que la otra noche le descubrió en el cuello no hubiese sido provocada por ningún beso salvaje, sino por un despiste durante el afeitado. Sin embargo, la visión de su marido en aquella compañía, había desvanecido cualquier posibilidad de reconciliación.
Lo peor de todo fue encontrar aquella nota en su maletín la otra noche. Supuso un duro golpe para ella, más de lo que creía poder soportar. Te espero el jueves a las Nueve…, repetía Caroline para sus adentros, imaginando como esa mujerzuela destrozafamilias, dueña del rostro que había podido entrever hacía pocos minutos, al otro lado de la ventana, se las había estado ingeniando para engatusar a su iluso marido.
Apuró la taza de café, entreteniéndose en el último sorbo. En parte, sentía la necesidad de olvidar lo sucedido y regresar a casa. Llegaría a tiempo de contarles un cuento a los niños antes de que se fueran a dormir, fingiendo que nada había ocurrido. De este modo, quizá aprendiese a ser feliz, manteniendo a su familia sumida en una especie de equilibrio ignorante.
Deslizó la mano hasta su bolso y en el interior palpó el revólver de su padre. Cuando se lo regaló, ella lo había metido asqueada en una caja de zapatos, sin imaginar jamás que llegaría el día en que recurriese a él. El arma estaba cargada. Seis balas. Pero ella sabía que solo iba a necesitar dos.
De pie, bajo una tenue farola, Caroline observaba el restaurante italiano, a pocos metros frente a ella. Las amenazadoras nubes por fin descargaban su furia sobre la ciudad. Había salido de casa sin pensar en el inestable clima y ahora las gotas se resbalaban a lo largo su sombrero amarillo, empapando sus hombros y filtrándose por el tejido, lo que aumentaba la sensación de frío.
Dio un paso para bajar de la acera, y entonces vio como la puerta del restaurante se abría y un paraguas negro se desplegaba grácilmente. Bajo este, una figura que tenía grabada a fuego en su mente, se resguardaba mientras reía y daba estúpidos saltitos. Junto a aquella mujer despreciablemente bella, reconoció a Robert, que, con el chubasquero de marca que ella le regaló en Navidad, sostenía el paraguas con galantería. Esa imagen le dio ganas de vomitar y apretó el revólver oculto, con más fuerza todavía.
Varios metros los separaban, pero miró fijamente a los ojos de su marido, permaneciendo inmóvil bajo la lluvia. Quería que él supiera exactamente a qué se iba a deber este trágico final. La rubia levantó la mano, como para parar un taxi, y en ese momento Robert dio un respingo. La había descubierto al otro lado de la calle. Quedaba claro, ya que su sonrisa se había esfumado y ahora miraba a Caroline con un gesto de sorpresa y preocupación.
Ella tomó aire una vez más y sin dejar de mirar la escenita que tenía delante, avanzó por la calzada. Robert se había quedado impávido y su boca, que segundos antes estallaba en carcajadas ahora se había tornado una fina línea inexpresiva.
Asió con fuerza el arma dentro del bolso. Debía ser muy rápida. Era necesario que Robert supiera exactamente lo que estaba pasando, y su amante también. Por fortuna, Caroline ya había calculado la ruta exacta que seguiría para huir de allí, aferrándose a la mínima posibilidad de salvarse de una condena y poder transcurrir el resto de su vida feliz junto a los niños.
De repente, una luz la cegó y lo último que pudo ver con claridad fue la cara de su marido, que se llevaba las manos a la cabeza. Entonces experimentó un fuerte impacto sobre su hombro izquierdo. Después, el dolor, en una milésima de segundo se extendió por todo el brazo, la cintura, la cadera y el muslo. Sintió como el fémur se quebraba y cómo los huesos de su antebrazo se hacían añicos al caer violentamente al suelo. Su boca se había llenado de algo espeso, salado y caliente. Cuando la rueda del vehículo que la estaba atropellando aplastó su cráneo, todavía pudo alcanzar a oír la voz de Robert, que gritaba su nombre bajo la lluvia.
Ana Olivia Fiol Mateu
Marzo 2014